viernes, 26 de agosto de 2011

Ella

Ella se lavó los dientes con la puerta entreabierta, yo la ví desde la cama. No era nada linda pero lo compensaba con su aire de puta parisina, con el espíritu de esos autos viejos que sorprenden por su alto rendimiento a pesar de los años de uso.
Ella no pidió nada, y lo que dió no se parecía al amor, pero no pidió y eso fue suficiente.
De pronto me detuve a recordar el instante primero en que vi su espalda, tan llena de estigmas. Su pasado de mariposa febril había cubierto su piel de líneas prolijas, producto no humano tanto como látigo - pincel de Dios. No entendí demasiado, tampoco me importó en tanto me pareció encantadora. Desde pequeño sentí deseos hacia las mujeres mutiladas, tal vez producto de un Edipo mal resuelto. Mamá también tenía marcas en la espalda, pero no tan recientes como las de ésta. Creo que Madre las trajo de su infancia, cuando nací ya estaban ahí, cómodas y arraigadas a su belleza fértil de primavera. Nunca me contó en qué ceremonia se las ganó, pero presumo que debió ser diferente a las de mi damisela de dientes ya muy limpios.
Ella se acercó a la cama y me besó con pocas ganas. Le pregunté si quería desayunar antes de irse, a lo que respondió que un café a las tres de la tarde no era exactamente un desayuno. Sonrió y se fue, diciendo conocer el camino de salida. Se fue, imagino que abajo le abrió el portero. Yo me hice dos cafés, uno para mí, y otro para mamá.

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